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¡Y lo prometido es deuda!

Si, ya se que dije que lo pondría el sábado pero una cosa llevo a la otra y la casa por barrer y no tuve tiempo. Aun me estoy adaptando a tener un inquilino más en casa.

Pero menos chorradas y más poneros el capítulo.

El prólogo ya os lo puse. Es este corto.

Este sería su primer capítulo. Espero que os guste.


 

Capítulo 1. 

 

–  ¡Ey! ¿Estás bien?

Arthur alzó la mirada al oír la voz, sonriendo al comprobar quien le hablaba.

Frente a él, y con su perpetua sonrisa, se encontraba sir Gawain, uno de sus mejores caballeros y su más fiel amigo. Un poderoso guerrero con un gran corazón y de nobles principios al que él tenía en gran estima.

Aceptó la mano que su amigo le ofrecía y se levantó del suelo, donde había estado sentado descansando. El caballero se veía bien. Con un par de arañazos en su joven rostro y el cabello rojizo alborotado.

La batalla había sido corta pero agotadora. Dos horas de lucha sin cuartel hasta derrotar a su enemigo y donde acabaron por demostrar, una vez más, su superioridad.

Sin embargo, no pudieron vencer sin bajas. Habían perdido una decena de hombres y otros tantos estaban heridos. Él mismo acabó con una estocada en el brazo izquierdo que le mantendría sin poder esgrimir una espada durante unos días.

–  Perfectamente. – mintió. Su brazo dolía cuando hacía algún movimiento. Intentó guardar Excalibur, a la que aun mantenía fuera de su vaina pero no pudo. – Solo un pequeño rasguño en el brazo. – admitió al fin. Gawain sonrió.

–  Tal y como me había contado Merlin esperaba encontrarle desangrándose, alteza.

–  Merlin exagera y te tengo dicho que no me llames así. ¿Somos o no amigos, sir Gawain?

–  Siempre, mi señor. Lo sabéis. – el caballero le arrebató la espada de las manos y rozó la hoja con la yema de los dedos. – Como diría Excalibur: «Contigo a la victoria. Contigo hasta el final» – leyó, siguiendo la inscripción que se encontraba grabada en el metal. – Ahora y siempre.

Arthur despertó, sobresaltado.

Otra vez ese sueño. Llevaba semanas soñando lo mismo. A veces, cambiaba ligeramente, pero seguía viendo al mismo hombre, al que no conocía de nada, pero que ahí lo sentía como si fuera alguien muy importante en su vida.

La culpa era, estaba claro, de la carta que había recibido semanas antes del ayudante de su padre comunicándole la muerte de éste y que, por favor, regresara a casa.

Había quemado la carta y estuvo el resto del día emborrachándose.

Bueno… aun seguía emborrachándose. De hecho, en ese instante se había despertado con una resaca épica.

Una de esas resacas de las que solo quieres cortarte la cabeza o que alguien te remate y acabe con tu sufrimiento de una vez por todas.

Una de esas, si.

Lo último que recordaba de la noche anterior era a una rubia espectacular, siete rondas de tequila, cinco de absenta y…

Y el resto era un borrón completo.

Desde que recibió la noticia de la muerte de su padre, Arthur andaba un poco perdido, cosa que no terminaba de entender. Él odiaba al tipo, ¿por qué le afectaba tanto su muerte?

Su familia, a pesar de su fortuna, nunca andó sobrada de suerte. Uther, su padre, había enviudado dos veces. Su primera mujer, Lizz, murió de cáncer y la segunda, Ginny, (la madre de Arthur) en un accidente de coche. Morgan, su medio hermana e hija de la primera esposa de su padre, sufría un leve trastorno de bipolaridad y le odiaba a muerte desde que acabó fuera del testamento después de que la pillaran intentando robar un proyecto secreto de la empresa para venderlo a la competencia.

Y ahora Uther, con el que llevaba sin hablarse los tres últimos años, había muerto, dejándole a cargo de su empresa, Kamelot.

Hacía semanas que su abogado andaba detrás de él para que firmara los papeles.

Gruñó, intentando incorporarse. Seguía sin recordar cómo llegó a casa… o si estaba en su casa siquiera. Por lo poco que podía distinguir, estaba en la cama de un hotel desconocido al que no recordaba haber entrado, solo y sin ninguna de sus cosas a la vista. Al levantar la sábana comprobó que solo tenía sus calzoncillos puestos.

La habitación era la típica de hotel. Una cama de matrimonio, dos mesitas de noche, un escritorio, un armario, un baño… La ropa de cama olía a limpio y era suave y los muebles eran de buen gusto, así que dedujo que estaba en uno decente.

Uhm… Bueno… no era la primera vez que se despertaba en un sitio desconocido, desgraciadamente.

La boca le sabía a zapato usado y su cabeza estaba a una milésima de estallarle.

Bien, lo primero era lo primero. Necesitaba ir al baño y tomarse medio bote de aspirinas.

Mientras debatía mentalmente si salir o no de la cama, algún sádico abrió las cortinas de golpe, dejando que la luz del día entrara e iluminara dolorosamente la habitación. Intentó taparse con las sábanas para huir de la claridad pero alguien (debía ser el mismo sádico de antes) se las arrebató.

El frío del ambiente le golpeó, haciéndole encogerse en la cama y ponerse en posición fetal.

–  ¡Arriba, Arthur! ¡Es hora de levantarse! – gritó el sádico, haciéndole encogerse del dolor.

Todo el mundo tiene algo que aborrece más que nada. Un olor, una visión, un sonido… Arthur tenía tres sonidos en particular que le hacían perder los nervios. Tres que era incapaz de oír sin ponerse de mal humor en menos de un segundo.

Los ladridos de un chihuahua, el uso indiscriminado del claxon de un coche y esa voz.

La voz de Joss Merlin, ayudante personal de su padre.

–  No puedo creer que me hayas encontrado aquí… – gruñó, sentándose en la cama al fin y renunciando a esconderse del mundo. El otro hombre le dirigió tal mirada de condescendencia que le hizo rechinar los dientes.

–  ¿En serio pensabas que te perderíamos la pista?

No, estaba bastante seguro de que le llevaban siguiendo desde el primer día que pisó la ciudad, pensó con resignación.

Le echó un largo vistazo al otro mientras trataba de despejarse para levantarse.

Joss seguía más o menos igual que la última vez que lo vio, tres años atrás. El mismo cabello rubio oscuro, la misma costumbre de vestir de gris (si se paraba a pensarlo, no recordaba haberlo visto jamás de otro color), sus eternos guantes de piel y esos ojos azul hielo que le ponían nervioso.

Y, por lo que podía ver, seguía siendo el mismo tipo arrogante que siempre le hizo quedar mal delante de su padre. El «hermano» perfecto que nunca quiso y le obligaron a tener.

Uther lo encontró en Londres cuando tenía quince años y lo acogió en su casa y su familia sin molestarse a consultar al resto. Cierto que su madre le aceptó sin hacer apenas preguntas. Ella acababa de ser madre y solo veía a un muchacho necesitado de un hogar. A Arthur no le hubiera importado que le ayudaran, que le buscaran una casa y una familia… pero no que se adueñara de la suya. Pero como acababa de nacer no tuvo mucha voz en el asunto.

Y como odiaba al tipo…

A pesar de haberse criado con él, no podía soportarle. Su padre siempre intentó que siguiera su ejemplo (Joss era tan perfecto en todo…) y su madre hizo lo imposible para que se llevaran bien. Pero la diferencia de edad era demasiado grande (quince años eran un mundo antes y ahora) y sus personalidades no podían ser más opuestas.

Merlin era siempre educado, organizado y puntual. Un chico serio y callado que seguía a su padre como un perrillo faldero. Arthur era incapaz de recordar sus deberes, siempre llegaba tarde a todas partes, faltaba al colegio para irse a jugar video juegos con sus amigos o al parque a fumar y solía ser bastante irrespetuoso con todo el mundo.

Con Joss ocupando el puesto de «hijo perfecto», a pesar de no estar emparentado con ellos, Arthur decidió que se quedaría con el de «hijo descarriado». Y hasta ahora había hecho un buen trabajo en eso.

Decidió ignorar al hombre e ir al baño. Se sintió un poco más humano después de una rápida ducha y aliviarse. ¡Qué bien sentaba el que su boca ya no supiera a zapato!

–  ¿Dónde estamos? – preguntó, mirando por la ventana mientras se secaba el pelo con una toalla. Las calles ruidosas y el tráfico frenético no era algo típico de Brujas. Todo estaba cubierto de nieve pero el cielo estaba despejado y lucía el sol. El paisaje le resultaba de lo más familiar…

–  En Nueva York. Pensé que sería buena idea que te adecentaras un poco antes de llevarte a casa.

Arthur se envaró, dirigiéndole una mirada incrédula al otro antes de volver sus ojos a la ventana. ¿Nueva York? ¿Le había traído a Nueva York? ¿Cómo demonios…?

–  No pienso volver. – respondió seco, tirando la toalla al suelo de cualquier manera. El otro miró la prenda caída antes de dirigirle una mirada de reproche al chico. – ¿Dónde está mi ropa?

Joss rodó los ojos, fastidiado, mientras recogía la toalla del suelo y la llevaba al baño. Siempre fue un maniático del orden.

–  Quemándose. Apestaba a tequila. Y sí vas a volver. No tienes opción.

¡Y ahí estaba! El tipo prepotente que tan bien conocía y odiaba. Se volvió a sentir como un crío a pesar de sus veintidós años.

–  No eres mi padre, Joss. No puedes obligarme. Devuélveme mis pantalones para que pueda largarme de aquí.

–  No hay pantalones hasta que me escuches. Solo te los daré para ir a Kamelot.

Arthur resopló y empezó a registrar la habitación, buscando algo de ropa que ponerse sin ningún éxito. De hecho, no había ninguna de sus cosas a la vista.

–  ¿Qué has hecho con mi cartera? ¿Y mi móvil? ¿Has dejado todas mis cosas en Brujas? – la expresión de fingida inocencia de Merlin era alarmante. Eso no auguraba nada bueno.

–  ¡Por supuesto que no! Están en casa.

–  ¿Qué casa? – Joss sonrió con satisfacción.

–  Kamelot.

–  Está bien… puedo comprar cosas nuevas… – murmuró Arthur, pensando en cómo lo iba a hacer. Tal vez si llamaba a recepción… pero necesitaba su cartera… o, en su defecto, una de sus tarjetas.

–  No en calzoncillos. Siéntate y escúchame un segundo. Te traeré ropa limpia cuando hablemos. – el muchacho se volvió a acercar a la ventana, aun pensando cómo salir de ahí. Debía haber alguna manera. ¡No quería regresar!

–  No pienso hablar contigo. Ni volver a casa. Conseguí escapar de aquí y de vosotros hace tres años y pienso volver a hacerlo.

–  En todo caso, te dejamos ir.

El chico refunfuñó una maldición, sentándose de nuevo en el filo de la cama. Era muy temprano para discutir de esa manera. ¡Sin café y con resaca!

No sabía si se sentía más enfermo por el alcohol de la noche anterior o de la situación en la que se encontraba en ese momento.

–  Tu hermana Morgan está intentando conseguir el apoyo del Consejo para hacerse con el control de Kamelot. Tiene intención de cerrarlo y venderlo por piezas a Camlann Mount.

Morgan… Le asombraba que el Consejo aun la escuchara, después de que su padre la sacara del testamento y a pesar de que su escasa salud mental era la comidilla de Nueva York.

–  Medio hermana. – le corrigió sin pensar. Ya era un hábito. Al menos, desde que empezaran a llevarse mal. – Pensaba que mi padre se encargó de que eso no pudiera pasar nunca.

– Uther la dejó fuera del testamento y sin poder en la empresa, pero Morgan ha conseguido la ayuda de Mordred y a él lo están escuchando. Están hartos de oír cómo te bebes la herencia en el extranjero y quieren al frente a alguien que sepa lo que hace. Claro que no tienen ni idea de que, en cuanto Mordred tenga Kamelot, todos acabarán de patitas en la calle. Él no está interesado en la compañía. Solo quiere nuestra sección de investigación.

–  ¿Por qué está Morgan haciendo tratos con ese gilipollas?

¿Sabéis ese «famoso» que todo el mundo sabe que está sucio pero al que nadie puede (ni se atreve) a acusar? Pues ese era Charles Mordred. Dueño y CEO de Camlann Mount, el magnate era bien conocido por sus líos de faldas y su juego sucio para conseguir lo que quería.

Hacía cualquier cosa para salirse con la suya.

Y cualquier cosa solía significar robo, espionaje industrial, asesinato, etc.

–  Hasta donde yo sé, hace algo más que tratos con él. – Arthur puso cara de asco. – Si Morgan consigue convencer al Consejo y hacerse cargo de la empresa todos nos quedaremos sin nada, tú el primero.

Arthur se pasó la mano por la cara, notando la barba que empezaba a crecerle.

Lamentablemente, Joss tenía razón. Su hermana le odiaba lo suficiente para intentar hacerle la vida imposible y más, pero…

–  Lo siento. No pienso meterme en esto. Fue por estas… intrigas por las que me largue en primer lugar. No voy a volver a casa.

En un lujoso ático en Tribeca, una joven de larga melena oscura y vestida de negro, miraba por la ventana con sus ojos azules desenfocados. No prestaba ninguna atención al bullicioso y hermoso paisaje exterior. Ni al hombre que le hablaba en esos momentos, contándole alguna anécdota aburrida de negocios.

No… su atención estaba algo más lejos de ese salón.

–  Ha vuelto… – susurró, interrumpiendo a su acompañante. Este la miró, sorprendido.

–  ¿Quién? ¿Quién ha vuelto?

–  Él… ha vuelto a la ciudad.


 

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